dimecres, 14 d’octubre del 2009

Mirar y no ver.

La fundación Mapfre ha abierto una exposición temática sobre retratos en pintura en la sala que tiene en el Paseo de Recoletos. El asunto es atractivo porque el retrato es uno de los subgéneros de la pintura que ofrece más posibilidades desde cualquier punto de vista. El retrato admite todo, todos los estilos, todos los planteamientos, es documento de época y cabe plantearlo con intención trascendental (basta con pensar en los retratos póstumos, tan de moda en el Renacimiento), es ejercicio de interpretación psicológica, creando una relación compleja entre el retratista y el retratado o son fascinantes ejemplos de análisis introspectivo. Los autorretratos son retratos que viven en un mundo especial. En los retratos aparecen personas, modas, creencias, religiones, situación social, la historia en su tumulto. Son miradas que devuelven miradas en las que nosotros nos instalamos de modo vicario cuando pasamos por delante intercambiando información pasajeramente; vida por muerte. No conozco experiencia más metafísicamente vertiginosa que situarse ante Las meninas que no son otra cosa que un monumento al retrato y al autorretrato conjuntamente, e intentar comprenderlas.

La exposición de Mapfre, sin embargo, tiene un defecto de nacimiento que le resta gran parte de su valor pues, lejos de responder a la forma de exposición temática (que supone búsqueda por museos, colecciones, galerías y acumulación siguiendo un criterio que es el hilo conductor de la exhibición) no es otra cosa que la traslación a España de la galería de retratos del Museo de Arte de Sao Paulo (MASP) tal como allí está y que, como todas las colecciones de museos, se ha hecho siguiendo el único criterio de la posibilidad, la ocasión y el azar. Ciertamente, lo que se exhibe tiene mérito y la galería del MASP es muy apreciable porque son unas treinta obras de grandes artistas, desde Tiziano Vecelio a Picasso, pasando por Van Dyck, Velázquez, Frans Hals, etc pero casi todas, con alguna excepción, son obras menores. Algunas muy conocidas, como el retrato del Conde Duque y otras mucho menos como una curiosa obra de Raeburn. Pero en eso acaba el misterio de la exposición: en que son los retratos que hay en un Museo de Sao Paulo. No hay más hilo conductor entre ellos. La división que hace el comisariado entre "retrato solemne" y los retratos de la pintura de los siglos XIX y XX (que podríamos llamar "de mercado") es cuestionable, como todas las clasificaciones artísticas. Los siglos XVI y XVII vieron, en efecto, mucha retratística ceremonial, representativa, solemne, ciertamente, desde el Carlos V en Muhlberg hasta los de Carlos I de Inglaterra por Van Dyck, pero también vieron el surgimiento del retrato burgués, los banqueros y comerciantes que se hacían representar solos o con sus esposas en cuadros de pequeño tamaño para que cupieran en viviendas de proporciones menores que las de los palacios.

En fin, nada ilustra más sobre los apuros para justificar como temática esta exposición que el intento del comisariado de hacer pasar como retrato una interpretación de Ingres de un famoso episodio del Orlando furioso, aquel en el que Rogelio rescata a Angélica ofrecida en manjar encadenado a la Orca. Si una cosa no puede ser el retrato es imaginario.