diumenge, 25 d’octubre del 2009

La caída del muro de Berlín y la socialdemocracia.

Dentro de nada se celebra el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín que simboliza el fin de la guerra fría y, lo que es más importante desde un punto de vista teórico y filosófico: el colapso del comunismo como alternativa a la sociedad capitalista. A la vista de lo sucedido desde entonces la pregunta es: ¿ha mejorado el mundo? Y la respuesta sólo puede ser un sí sin muchas alharacas.

Las grandes promesas sobre el "dividendo de la paz" que se hicieron a comienzos de los años 90 no se han cumplido. El mundo no se ha beneficiado de un explosivo aumento de la riqueza a causa del dinero que se hubiera ahorrado en armamentos. Hubo, sí, un explosivo aumento de riqueza pero, según hemos aprendido, como Sancho, a costa de nuestras sufridas costillas, es que tenía origen especulativo, de burbuja y no ha sido duradero, sino que nos ha dejado como estábamos antes o quizá algo peor si atendemos a las estadísticas sobre el hambre en el mundo, la prevalencia de enfermedades o los niveles de desarrollo. Pero el planeta en conjunto es más libre y esa libertad redundará en pro de la renovación del crecimiento.

Sí se ha cumplido, en cambio, la profecía del denostado Fukuyama de quien todo articulista y gacetillero pensaba que era obligatorio reírse por haber proclamado un fin de la historia en metáfora hegeliana que pocos parecieron entender. La historia no se ha acabado, eso es evidente entre otras cosas porque el día en que se acabe tampoco habrá a mano espíritu alguno, ni de gacetilleros, que pueda dejar constancia del hecho. Pero sí es cierto y cierto con toda certidumbre que se ha cumplido el núcleo del vaticinio, esto es, que el orden liberal (o liberal-democrático o capitalista o capitalista de mercado) no tiene alternativa. No más que hace veinte años.

Nadie relevante, que yo sepa, propugna hoy programas de alteración radical del orden basado en el libre mercado y la propiedad privada de los medios de producción. O sea, del capitalismo. Hay tres casos en punta que, con muy diferentes perspectivas, parecerían obligar a matizar tan contundente conclusión:

En primer lugar, la existencia de China, gigante asiático, etc, etc. Su fórmula de aunar el mecanismo capitalista del mercado (especialmente el exterior) con el régimen político autocrático del partido único de facto no es alternativa de nada y ni siquiera es nueva. Ya se experimentó en el Chile de Pinochet como brainchild del monetarismo de Chicago y ya se había experimentado antes aun en tiempos del desarrollo autoritario franquista. Su elemento es sencillo: desarrollo económico basado en bajos salarios y nulos costes sociales por la falta de derechos de los trabajadores. Fórmula segura de éxito en la que hay ecos de acumulación primitiva de capital. Añádase a estos precedentes los obvios rasgos de la olvidada categoría marxista de "despotismo asiático" que presenta China y se entenderá mejor la explosión de este capitalismo colectivista.

En segundo lugar, el aparente renacer de la izquierda latinoamericana en Venezuela, Bolivia, el Ecuador y, en otra medida, el Brasil, Nicaragua, la Argentina y, de enderezarse las cosas, en Honduras. Su definición del socialismo del siglo XXI, en lo que se me alcanza, es un borroso discurso reivindicativo con elementos populistas de la más vieja escuela caudillista latinoamericana, al estilo de los Haya de la Torre, Juan Domingo Perón o Getulio Vargas, debidamente actualizados, desde luego. Se trata de corregir los mayores disparates del predominio del Fondo Monetario en el subcontinente, acelerando el desarrollo de sus sociedades con especial ahínco en la implantación de la justicia social (especialmente para los autóctonos a los que, entre otras cosas, se va a incorporar a la economía de mercado), secularmente preterida en la zona en el marco de dicha economía de mercado con fuerte intervencionismo estatal. Pero no de cambiar el modelo productivo básico de la sociedad. En realidad ningún país que se arriesgue a eso tiene perspectivas reales en un mundo globalizado.

En tercer lugar el caso de Cuba que parece contradecir lo afirmado en el párrafo anterior. Pero sólo lo parece. Cuba es una reliquia, un relicario entero, del mundo del muro de Berlín. Atrincherado el inviable socialismo de la vieja escuela en su condición insular, carece de perspectivas reales a medio plazo. La fórmula de la sucesión intrafamiliar sólo posterga un problema para el que no es obvio que haya solución: el comunismo cubano, como todos los comunismos hasta la fecha (como el chino en su aspecto político) no es reformable ni es capaz de evolución. Su destino está sometido a lo que en los últimos tiempos de Franco se llamaba en España con divertida licencia, "el hecho biológico". Un sistema político-social suya viabilidad depende de un "hecho biológico" es un desecho de tienta de la concepción orgánica de la existencia.

Así las cosas publica hoy El País un sólito artículo del señor Flores d'Arcais, titulado con brío sostenuto La traición de la socialdemocracia. Se mire como se mire el concepto de traición es muy traidor. Toda traición requiere un traidor, villano que aquí está claro: la socialdemocracia, y un traicionado que ya no es tan sencillo de identificar. ¿Qué o quién es lo traicionado en esta nefanda actividad socialdemócrata? ¿El proletariado, sujeto de la historia que ha desaparecido de escena sin decir esta boca de clase es mía? ¿El socialismo, ente quimérico dotado de dos cabezas, el llamado socialismo utópico y el llamado socialismo científico que acabó degenerando en "socialismo realmente existente" del que sus víctimas decían con gracia que lo que tenía de socialista no era real y lo que de real, no era socialista?¿El propio señor Flores d'Arcais?

De haber aquí una traición, término impropio del necesario sosiego de la contemplación filosófica, habría de ser la del comunismo y, en la actualidad, la de esa izquierda que, a falta de término mejor, se hace llamar "transformadora" para ocultar el hecho de que en más de veinte años no ha conseguido transformar nada; ni siquiera a sí misma. ¿Traición de la socialdemocracia? Venga ya. Como señala el reciente libro de Paramio, reseñado en Palinuro, aunque de modo sobreentendido, el margen de traición de la socialdemocracia es muy angosto porque no prometió grandes cambios ni alumbró gloriosas expectativas del tipo de la sociedad sin clases o del "hombre nuevo", nada menos. Sus pretensiones han sido siempre modestas (aunque, mirando los datos estadísticos de los Estados del bienestar, bastante relevantes) y pueden aquilatarse bien en la fórmula acuñada por el racionalismo crítico popperiano que, creyéndose su enemigo, era en realidad su alter ego: la reforma gradual de la sociedad sin cuestionar su fundamento legitimatorio. "Los experimentos, con gaseosa", decía el orondo de don Indalecio Prieto que hoy estará removiéndose incómodo en su tumba al ver cómo el PSOE rehabilita al doctor Negrín con toda justicia. No aprecio gran diferencia entre la propuesta de los socialistas fabianos ingleses de fines del XIX, así llamados por aplicar la táctica de Quinto Fabio Maximo cunctator en la segunda guerra púnica, y la consigna de Felipe González a fines del XX de "socialismo es que España funcione".

Ciertamente la acusación del señor Flores d'Arcais es que la socialdemocracia ha traicionado incluso a esta su enteca voluntad de reforma, que ha dejado hasta de ser oportunista. Triste sino el socialdemócrata de recibir siempre denuestos sin tasa ni mesura: cuando reforma porque reforma (en vez de ir a la inmarcesible raíz de las cosas) y cuando no reforma porque no reforma. Sin embargo basta con entender un poco el espíritu reformista que es, en lo esencial posibilista, para comprender cómo esta crítica está desenfocada y es tributaria del viejo espíritu del purismo radical que lleva 100 años atacando el reformismo socialdemócrata en nombre de un ideal que nunca encarna y cuando encarna es en una realidad descarnada. Decir que la política socialdemócrata en coyuntura difícil (incluso con los señores Blair y Schröder) es igual a la de la derecha, eso sí que es la vieja monserga del "socialfascismo", del "warfare State" levemente actualizada. La derecha en cambio, quizá por instinto de clase, no se equivoca nunca y, en cuanto puede, echa a los socialdemócratas en lugar de hacer caso al señor Flores d'Arcais (o al señor Anguita, quien dice lo mismo) y dejarla gobernar pues, a la postre, hace su política.

Definitivamente, el mundo está mucho mejor sin el muro de Berlín, sin los países comunistas aun en mitad de la mayor crisis capitalista desde el crack del veintinueve: hay mucha más libertad en el planeta, mayores posibilidades para todo el mundo, dentro de la radical injusticia del reparto desigual de la riqueza, agravada por una crisis que abrirá nuevas perspectivas cuando se resuelva, como suele suceder. Y de la traición de la socialdemocracia sólo entiendo puedan hablar los que siguen llevando el muro en el alma y, claro, no se han dado cuenta de que la barricada, la lucha, la revolución se ha producido en donde menos la esperaban: en el ámbito de la conciencia y de la vida cotidiana.

(La imagen es una foto de Gothphil, bajo licencia de Creative Commons).