dissabte, 18 d’octubre del 2008

La inverecundia eclesiástica.

Arrecian las diatribas de la Iglesia católica contra la depravación de la época, el relativismo moral, la procreación con fines terapéuticos y todo lo que se mueva y pueda hacer más llevadera la vida a las personas en este valle de lágrimas. Lo de menos es aquí que el Papa, sus obispos, los curas y sus monagos se arroguen el derecho a opinar sobre cómo deben organizar la vida moralmente las personas con independencia de si son creyentes o no, esto es, que se adjudiquen el derecho a opinar, enjuiciar y orientar no sólo las opciones morales de sus fieles sino también las de los que no pertenecemos al rebaño. Y digo que es lo de menos porque, gracias a esa impertinencia, a esa demasía eclesiástica, podemos los no católicos en justa correspondencia opinar sobre las opiniones de la Iglesia; incluso estamos legitimados para enjuiciar sus asuntos internos. Por ejemplo opino que el Estado debiera obligar a la Iglesia a cumplir la vigente Ley de Igualdad de género ordenando tantos sacerdotes como sacerdotisas. Aunque en el Concordato de 1953 se dice que el Estado español reconoce a la Iglesia católica como sociedad perfecta entiendo que los Acuerdos de 1979 entre el Estado español y la Santa Sede derogan de hecho el Concordato y, por lo tanto, aquel reconocimiento. Entiendo que para el Estado español la Iglesia es una sociedad "imperfecta", humana, como son todas las asociaciones de derecho privado, que están obligadas a cumplir la legislación vigente uno de cuyos puntos básios es la supresión de la discriminación por razón de sexo. Las mujeres tienen el mismo derecho a ser curas, obispas y papisas que los hombres. Y todavía diré más: si la Iglesia suprimiera ese horroroso mandato del celibato la situación sería más llevadera para los curas y habría mucha menos pedofilia en las parroquias católicas, cosa que tranquilizaría mucho a quienes somos padres, especialmente a aquellos que envíen a sus hijos a colegios católicos.

No deseo llevar las cosas tan lejos por ahora y me concentraré en las declaraciones de la Iglesia sobre cuestiones no eclesiásticas, civiles o históricas. Son fáciles de distinguir porque siempre son las más negativas y reaccionarias: no, no, no y si hay que hacer algo que sea sin placer, sin alegría, con sufrimiento.

Comenzó esta nueva exhibición de inverecundia el Papa Benedicto XVI afirmando que el silencio de Pío XII ante el Holocausto fue lo mejor que pudo pasar porque así se salvó al mayor número posible de judíos a 850.000 según los más precisos. ¿Por qué no? Posiblemente. Pío XII siguió el ejemplo de un antecesor suyo, Poncio Pilato quien con su silencio también ayudó a salvar a un judío: Barrabás. Pero ¿cómo se puede tener el morro de decir que callarse ante la injusticia es mejor que alzar la voz contra ella? Sostengo que el principal defecto del Papa Benedicto (y tiene muchos pues es vanidoso, autoritario e intemperante) es su soberbia intelectual. Es tan pagado de sí mismo que piensa que los demás seres humanos somos tontos y se nos puede colocar cualquier tontería como si ignoráramos que el único momento en que el silencio está justificado es cuando hablamos de nosotros mismos. De nobis ipsis silemus.

A continuación salió el indescriptible Monseñor Rouco Varela representante vivo del espíritu tridentino explicando sana doctrina en un Sínodo en Roma. Dijo el Cardenal que el relativismo moral (el punching ball favorito de la ultracatólica señora Aguirre) fue el culpable del nazismo y el comunismo soviético. Lo dijo como si ambos le parecieran detestables, demoníacos y le dieran asco. No me explico en tal caso qué hacían los clérigos católicos de la foto brazo en alto a lo nazi ni qué la jerarquía española desde el cardenal Segura al también cardenal Pla y Deniel bendiciendo la Cruzada del asesino Francisco Franco, un nazi de El Ferrol. Tampoco me explico el Concordato que el Vaticano firmó con la Alemania nazi (al fin y al cabo Hitler era católico) el 20 de julio de 1933 y por el que el Estado alemán reconocía grandes privilegios a la Iglesia, aunque mantenía la separación de la época de Weimar. Es cierto que los curas católicos y los evangélicos participaron crecientemente en la resistencia antinazi y los nazis los persiguieron igual que a otros resistentes. Pero el Concordato siguió en vigor hasta el final y el Vaticano no lo denunció, lo que demuestra su hipocresía.

La tercera manifestación pública de la Iglesia trae sentido provocador y viene de la declaración de Monseñor Martínez Camino, secretario de la Conferencia Episcopal, obispo auxiliar de Madrid y carcunda redomado. Según el prelado la Iglesia se apresta a beatificar a ochocientos mártires más de la guerra civil española. Se entiende que mártires a manos de la horda roja. Este obispo, el más refitolero de los prelados, enamorado de su imagen como Narciso, es un heraldo del nuevo nacionalcatolicismo que trata así de desagraviar a Dios por el hecho de que un juez satánico pretenda rehabilitar a más de cien mil rojos, ateos y masones, justísimamente perseguidos, torturados, fusilados y ocultados por el glorioso Movimiento Nacional. A los curas no les parece bastante lo que hizo Franco por las víctimas de su bando y ahora pretende nbeatificarlas mientras obstaculizan o impiden que los parientes puedan encontrar los restos de las que asesinaron los fascistas con la bendición de la Iglesia.

La última manifestación eclesiástica, la que condena la práctica (que llama "eugenésica") de que nazcan niños para salvar a otros nacidos antes pero en peligro de muerte es las más absurda e insólita de todas. No se trata solamente de que esa oposición muestre lo reccionario de la actitud de la Iglesia, contraria a todo avance que alivie la condición humana. Tampoco, y es grave, de que muestre tanta inhumanidad y falta de caridad por serle indiferente que muera un ser humano, con tal de no revisar sus muy anticuadas teorías sobre la vida. Porque los niños no nacen para resolver el problema a su hermano mayor y a continuación acaban en el cesto de la basura. No, los niños nacen para vivir su vida y su destino individual y, de paso, hacen un favor a otro que, de no contar con él moriría.

Lo verdaderamente grave e insólito de este último "no" doctrinal de la Iglesia es que lo que condena es precisamente lo que ella propone como modelo. ¿O no vino al mundo Cristo con el único fin de salvar no a un hermano sino a todos sus hermanos? ¿No fue concebido por y para eso? ¿Y no somos todos uno en Cristo, según dice Benedicto XVI? ¿Por qué no va a nacer un niño que venga al mundo, entre otras cosas, para salvar la vida de su hermano? Es decir no solamente le falta solidaridad y caridad a la Iglesia sino también mero sentido común.

(La primera imagen es una foto de Ammar Abd Rabbo, bajo licencia de Creative Commons).