dimarts, 5 d’agost del 2008

La luz y las tinieblas.

No es infrecuente oír que el Papa Juan Pablo II fue el principal impulsor de la caída del comunismo. Es posible pero, si así fue, lo cierto es que cuando subió al solio pontificio en 1978 se encontró gran parte del trabajo hecha. Por entonces hacía cinco años que se había publicado en Occidente El archipiélago Gulag, seguramente la obra más importante de Alexander Solzhenitsin, quien murió ayer. Ese impresionante documento, una investigación minuciosa y detallada del sistema de campos de concentración esparcidos (como un archipiélago) por la Unión Soviética, irrefutable y apabullante, dio al traste con los últimos vestigios y pretensiones de las autoridades soviéticas de negar que sus sistema se fundamentaba en una inhumana y masiva práctica en todo similar a los Konzentrationlager de los nazis y con similares pretensiones: aterrorizar a la población infligiendo castigos horribles por las más mínimas (a veces incluso imaginarias) actividades de oposición, deshumanizar a los prisioneros mediante tratos vejatorios y trabajos extenuantes y forzarlos a una existencia basada únicamente en el afán de supervivencia que al menos en un tercio de los casos no tenía éxito. Las dos únicas diferencias son que los soviéticos no dieron el paso a los "campos de exterminio" (Vernichtungslager) y que ellos empezaron antes, mucho antes.

Solzhenitsin escribió su demoledor documento basándose en su experiencia personal como prisionero (zek) político de 1945 a 1953, en investigaciones pormenorizadas y en más de doscientas narraciones personales que recogió en los diez años que tardó en redactarlo. Prácticamente toda su vida y su obra hasta entonces había girado en torno al Gulag, como se ve en el hecho de que sus obras literarias anteriores más importantes, autobiográficas por lo general, Un día en la vida de Iván Denisovich, El pabellón de cancerosos, El primer círculo, etc, versan sobre el universo concentracionario.

No obstante la aportación de Solzhenitsin a la deslegitimación del comunismo fue más allá de la denuncia del régimen inhumano de terror en que consistió porque afectó a la base de simpatía con que contaba entre los intelectuales e izquierdistas occidentales en general, haciendo imposible que estos ignoraran o embellecieran por más tiempo la realidad soviética. Efectivamente, a partir del famoso XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética y del discurso secreto de Kruschev en él, con el inicio de la política de desestalinización, fue costumbre achacar al dictador georgiano todas las brutalidades, crímenes y excesos de las autoridades hasta la fecha. Con ser esto un avance no lo era todo; faltaban dos elementos esenciales que Solzhenitsin se encargó de dejar bien claros.

En primer lugar El archipiélago Gulag demostraba (y las investigaciones posteriores a la caída del comunismo han corroborado) que el planeamiento y edificación de un sistema completo de campos de concentracion para miles, decenas de miles (que luego serían centenas de miles, millones y decenas de millones) de "enemigos políticos" fue obra de Lenin y sus más íntimos colaboradores. Stalin se limitó a administrar con fría eficacia un universo represivo que Vladimir I. Ulianov (Lenin) había puesto en marcha. En segundo lugar, aunque la investigación de Solzhenitsin se acababa en 1956 y las autoridades soviéticas sostuvieran que la realidad que denunciaba pertenecía al pasado estalinista ya muerto, el Premio Nobel insistía en que los campos continuaban, como así fue en efecto hasta 1989 en que fueron liberados los últimos presos.

Tal es el verdadero triunfo del Premio Nobel de literatura Solzhenitsin, hacer imposible el socorrido recurso de los comunistas postestalinistas (que solían ser los mismos estalinistas de antaño) de diferenciar entre un Lenin "bueno" y un Stalin "malo" por un lado y entre un "estalinismo" y un comunismo "no estalinista" por otro. Todo en el comunismo, en el marxismo incluso, pensaba Solzhenitsin, está corrompido, es perverso e inhumano y no tiene reforma posible.

Esa es la parte de luz y gloria que justamente debe atribuirse a Solzhenitsin y a su compleja, matizada, riquísima y ardiente prosa que se manifiesta en toda su literatura e incluso en una obra no literaria como el Archipiélago, redactada en un tono mordaz y sarcástico, sin concesión alguna que abruma, indigna, enciende el ánimo y, creo, nos hace mejores. Nuestro autor tuvo la valentía de enfrentarse a un sistema totalitario y criminal, que ya lo había condenado una vez y lo forzó después a exilarse en 1974, de denunciarlo y de llegar así al corazón de millones de personas en el mundo, poniéndolo en evidencia a pesar de que ese sistema (como los jirones que aún quedan en otras partes del mundo, en Cuba o China) era consumado maestro en el arte del engaño, la propaganda y la mentira.

No me parece que nada de lo que Solschenitzin publicó después del Archipiélago esté a la altura de lo que había escrito con anterioridad, si bien sólo he leido algunas piezas ensayísticas y algo de poesía. Quizá Las noches prusianas (que había escrito mucho antes) mantengan aquel fuego genial que hace que la lectura de sus primeras obras sea una experiencia conmovedora, especialmente Un día en la vida de Iván Denisovich que es literatura en estado puro y un alegato contra la barbarie planificada.

En la obra posterior, en lo que me atrevería a llamar tinieblas, aparece un nacionalista ruso, un fanático religioso ortodoxo algo alucinado, un antioccidental y un antisemita. Suena todo ello mucho a una tradición como de mística eslava que suele aparecer en la tradición rusa. Hay en él elementos de Dostoievsky (al margen de los paralelismos biográficos) pero también de Tolstoy y hasta de Berdiaeff. Sin duda son unas tinieblas cegadoras, como el "deslumbramiento" de la obra de Canetti, unas tinieblas de las que probablemente salga la luz para los ofuscados, al estilo de San Pablo. Yo me quedo con la que arrojó antes, en la primera etapa de su vida, cuando vivía pericolosamente en la Unión Soviética y tanto hizo por mostrarnos lo que hasta entonces no habíamos visto por nuestra obcecación ideológica.

Que la tierra le sea leve.

(La imagen es una foto de Thomas Roche, bajo licencia de Creative Commons).