dimarts, 15 de gener del 2008

Mujeres de carácter.

Sigo aireando la bibliografía de mi bisabuelo de más reciente edición. He aquí una pieza, primorosamente hecha sobre las vidas de María Ladvenant y Quirante y María del Rosario Fernández, "La Tirana", que ha publicado la Asociación de Directores de Escena de España, con el titulo de Actrices españolas del siglo XVIII, Madrid, 2007.

Las dos mujeres citadas eran dos personalidades, sin duda. ¿Por qué mi antepasado se fijó en ellas? Porque presentaban elementos biográficos de ese carácter arrebatado, un poco truculento, popular y muy castizo que era de su gusto. Especialmente María Ladvenant, joven meteoro que pasó por la escena española como un huracán de pasiones, falleciendo a los veinticinco años y dejando tras de sí cuatro hijos, tres de ellos habidos fuera del matrimonio y con distintos amantes, nobles o no tan nobles pero adinerados. Es muy curioso y habla mucho sobre los usos sociales occidentales del siglo XVIII el episodio por el que María Ladvenant manumite a una su esclava, una morita llamada Barca ben Mojamet, luego de cristianada, María Francisca. Esta esclava era un regalo que le había hecho su amante, don Félix Ambur, quien se la había comprado a una señora valenciana por 2.475 reales, la cual señora la había comprado antes a un marinero en 60 libras, marinero que, a su vez, la había adquirido en Orán como "morita del campo enemigo" por treinta y dos pesos sencillos, de a quince reales. Como se ve, la sociedad civil compraba y vendía esclavos con gran empeño en pleno siglo XVIII, llamado "de las luces".

María Ladvenant fue una actriz dotada de genio, pero brilló poco tiempo en los escenarios madrileños. Ya desde fines del siglo XVI y hasta el XIX, Madrid tenía dos teatros, el de la Cruz y el del Príncipe, por los nombres de las calles en las que se encontraban. La administración de ambos, como la composición de las respectivas compañías y todos los aspectos atingentes a las representaciones eran competencia de una Junta de Espectáculos que era, en realidad, la Junta de los hospitales de Madrid, a los que el Ayuntamiento había cedido las ganancias de la explotación de los teatros para su financiación. Los espectáculos teatrales estaban regulados al máximo, desde el repertorio que tenían a la composición de las compañías y los nombres de quienes desempeñaban los papeles fijos, como primera dama, primer galán, gracioso, barba, etc. La vida de los actores y las actrices era un continuo forcejeo con las autoridades de la Junta y eso es lo que refleja don Emilio escrupulosamente, con una gran abundancia de material documental que tuvo la paciencia de ir rastreando, como actas de la Junta, memoriales de quienes reclamaban de ella, últimas voluntades, testamentos, etc.

El estudio que don Emilio dedica a La Tirana, María del Rosario Fernández (a la derecha en el célebre cuadro de Goya que se encuentra en el Museo de la Academia de Bellas Artes, en Madrid), es más voluminoso que el dedicado a Ladvenant, pero no se sigue de ello que tuviera para él más interés la segunda que la primera. Lo que tuvo es más biografía, al morir a los cuarenta y ocho años (prematura, pero no tanto como Ladvenant) por lo que acumuló mayor documentación que don Emilio aporta con gran diligencia. Desde luego, el genio de La tirana alcanzó una enorme repercusión en los círculos y medios que se ocupaban de teatro, básicamente por entonces en España en Madrid, Sevilla, Cádiz y Barcelona. Pero también es cierto que tuvo más tiempo para asentar su fama, como "la mejor actriz que tenía entonces España" (p. 271).

Ninguna de ambas mujeres, por cierto, fue ejemplo de moral burguesa: ambas estaban casadas pero ambas vivían separadas de sus maridos residentes en provincias y cuando estos regresaban, al reclamo de la fama y presumible riqueza de la esposa, provocaban auténticos problemas que a veces llegaban a la Junta de Teatros y más árriba. Es sorprendente el memorial que escribe María Ladvenant al Rey Carlos III y por el que acabó en la cárcel (p. 115).

Recorre la obra sobre La Tirana una referencia permanente a las luchas entre los seguidores del gusto teatral francés (los afrancesados del neoclásico), "...poetas ramplones, aplebeyados e ignorantes" (p. 174), dice mi bisabuelo y los seguidores del teatro español del siglo de oro, considerado por los primeros como algo monstruoso, disparatado, absurdo. Pobre Calderón. Ese duelo entre afrancesados y castizos se repetiría en la escena en la rivalidad entre María Bermejo, diva de los ultraclásicos (p. 313) y María del Rosarío Fernández, La Tirana, así llamada, por cierto, por que su marido, también actor, Francisco Castellanos, hacía muy bien los papeles de tirano por lo que lo llamaba El Tirano.

Señalo un dato curioso. El libro trae un excelente prólogo de don Joaquín Álvarez Barrientos, Presidente de esta Asociación de Directores, gran experto en asuntos de teatro y conocedor de la obra de don Emilio Cotarelo que alaba en numerosas ocasiones, considerándola en cierto modo renovadora de la historiografía, especialmente de la de la crítica literaria. En el momento de retratar el ambiente de dura polémica, hasta el sarcasmo y la burla públicas, de enfrentamientos por asuntos literarios, de negra honrilla de investigadores, de celos de publicista, en que vivió don Emilio, dice que don Adolfo Bonilla y San Martin, tras arremeter contra él a cuenta de la edición que hizo de las obras de Lope de Rueda, añade dos referencias que pensaba de ataque: "La primera es que sabemos que el académico estuvo en boca de todos, en los periódicos nacionales e internacionales, así como en cuplés, por cierta denuncia que hizo de unos vecinos suyos llamados Humbert, sobre la que no he indagado..." (p. 19). Si lo hubiera hecho habría encontrado una historia disparatada, asombrosa, rocambolesca, la que fue considerada en 1902 como la estafa del siglo, un asunto en el que hubo de todo... en Francia, quiebras, suicidios, muertes y estuvo a punto de derribar la IIIª República.

Los tales Humbert, vecinos de don Emilio, eran el matrimonio formado por Frédèric y Thérèse Humbert, que llevaban más de veinte años estafando a banqueros, anticuarios, prestamistas, notarios, filántropos y hasta la Emperatriz Eugenia en el exilio a cuenta de una fantasmagórica herencia de cien millones de francos que Mme. Humbert decía haber recibido del millonario estadounidense Robert Henry Crawford. El tal Crawford tenía sobrinos que iniciaron un proceso en los tribunales, se cruzaron demandas sobre demandas y un juez decidió bloquear los cien millones en la caja fuerte del domicilio de los Humbert en París, 65 Rue de la Grande Armée, mientras se deshacía la madeja judicial. Entre tanto, el matrimonio Humbert vivió más de veinte años opíparamente a cuenta del crédito que les otorgaba la banca y el mundo financiero sin escatimar un franco, al olor de los cien millones. Compraron castillos, recibían y agasajaban a los Rotschild, tenían una fabulosa pinacoteca y habían arrendado un palco en la Ópera por treinta mil francos al año.

Cuando, veinte años más tarde, hacia 1901, un juez decide hacer una comprobación de rutina y pregunta por el domicilio del difunto señor Robert Henry Crawford en los EEUU se descubre el pastel: los Crawford, tíos o sobrinos, no existen y dentro de la caja fuerte del 65, Rue de la Grande Armée, que se abre a instancia judicial, en ceremonia pública, no hay nada.

Los Humbert se dieron a la fuga, pero Francia, Inglaterra, los EEUU pusieron en alerta a la policía de puertos pues se suponía que embarcarían en uno de ellos hacia América. De hecho, sin embargo, cruzaron los pirineos y vinieron a esconderse a Madrid, encima del piso de mis bisabuelos. Lo que es un secreto celosamente guardado en las cronicas familiares es la razón por la que don Emilio denunció a los Humbert y, en concreto a Mme. Humbert. Porque tiene gracia: toda la vida escribiendo sobre gentes extraordinarias y cuando tropieza con una, la denuncia a la policía.

(La imagen es una foto de la época en que se ve a Thérèse Humbert con su cuñada en la cárcel de mujeres de Madrid. Sobre la vida de la Grande Thérèse hay una peli interpretada por Simone Signoret y un libro escrito por una crítica de arte, así como muchas referencias en historias, obras sobre la delincuencia, etc).